Cuentos

 

LA SEQUÍA

No ha llovido en ochenta y cinco días.
Tencio se quedó dormido para siempre en el maizal cuando la X le escupió veneno en la sangre. Lo encontraron con la mitad del cuerpo ennegrecido y la boca abierta, perpetuando un grito que nunca llegó a estallar. Desde entonces, cada noche Esperanza se despierta en la madrugada y rememora el encuentro con el cadáver de su marido.
No se lo puede sacar de la cabeza. Esa expresión sin consciencia, ese dolor más allá del dolor. Recuerda el olor a miseria, el color de la muerte mientras lo envolvía en la sábana; las tablas que martillaron unos brazos voluntarios en su presencia, mientras a los niños los arrastraron al patio para contarles mentiras. Cuando se le secaron las lágrimas, llevaron el cuerpo de Tencio al Camposanto y ella caminó muda, ciega, exhausta de la ausencia que la acompañaría hasta el último de sus días.
Esperanza se sienta en la cama y lucha con la respiración entrecortada y la migraña. Su malestar no es solo sed: es angustia. Y es también la sórdida experiencia cotidiana, la del sueño interrumpido, el extrañamiento convertido en dolor. Así se queda esperando el alba, con una mano en el pecho y la otra extendida en el lado de la cama que continuará vacío. Su mano, que a veces avanza hacia la cabecera y luego aterriza en el centro del colchón, parece una paloma congelada en el vuelo.
—Hoy duele como ayer, porque el dolor que siento es el mismo —murmuró la mujer mirando la pared de quincha agrietada por la aridez y la precariedad.
La entrada y el portal los empezó su marido con cemento. El resto de la casa se haría poco a poco, con lo que la promisoria venta del ganado les dejaría. Nueve reses, que a la muerte del padre se repartirían entre los hermanos; a Tencio le tocaba cuidarlas en el terreno que el viejo les había dejado. Tres de los hermanos migraron a la ciudad, pero Tencio se rehusó a regalar el patrimonio.
—Esperanza, el señor Joaquín ha dicho que comprará. Pagará por el terreno y por las vacas. Ha dicho que lo hará de una vez y entonces podremos empezar una vida. Pagará el precio justo.
Pero Tencio murió. Y después le sobrevendría la sequía. Ahora ella era la custodia de lo que su marido tanto amó. Eran varias las cartas que había enviado a la ciudad, sin respuesta. Esperanza ya no tenía dinero ni aliento para esperar.
—No van a comprar. Con esta sequía nadie va a comprar nada. No hay agua para la gente, menos para los animales —musitó la mujer y un silencio espeso rebotó en las paredes.
Un par de azulejos volaron hasta el orificio que funge de ventana, pidiendo agua. Cerca de las siete los niños llegarán hasta su cama y le pedirán lo mismo. Mientras tanto, todavía dormidos en el catre, parecen una camada de gatitos paralizados por el calor. Ese aliento de infierno que atraviesa los arrozales secos, las quebradas muertas, los caminos polvorientos y se cuela por las pencas hasta convertirse en pesadilla, los despertará pronto.
Esperanza sabe que el dolor engorda con la miseria. Cada día duele más, porque cada día hay menos. Como un círculo vicioso. Miserables y sufrientes, sobrevolando un agujero negro, así trascurren las horas de la mujer con sus hijos en medio del pastizal, con esas reses que no dejan de dar vueltas alrededor de la casa. Salió al patio, depositó los ojos en el infinito y el fogaje perpendicular anestesió su piel trigueña.
Ya perdió la cuenta de cuándo fue la última vez que se escuchó a sí misma reír. A veces, los niños jugando en el patio, sueltan una risa furtiva al encontrar una libélula seca o cuando desordenan el camino de hormigas sedientas, que entran a la casa para hurgar en las esquinas.
Esperanza estiró sus manos y con sólo mirarlas supo que ya no tenía fuerzas. Fuerzas para seguir, para permanecer en este desierto en que se había convertido la finca. Ya no había ilusión en su pecho y su mente también flaqueaba. Muchas veces se sintió desorientada, porque con frecuencia perdía la noción del día en que vivía. Entonces recurría a la cocina y miraba en el calendario con la imagen de Santa Librada la fecha que desde hace mucho era una cifra sin vida. El día era idéntico al anterior, quizás la inercia la mantenía despierta. La inercia, porque la lluvia se encontraba extraviada, muy lejos de aquí.
Sacó de una bolsita de fieltro un pequeño espejo con los bordes gastados por el tacto. Tenía la piel mustia. Una arruga vertical protagonizaba el espacio entre sus ojos y ya era imposible imaginar cómo se vería su frente sin ella. Ahora su rostro era una elipse de huesos. El poco líquido que quedaba en la casa estaba reservado a sus hijos: lo mezclaba con miel de caña y le echaba cascaritas de naranja seca para que algo se les quedara entreteniendo sus encías. En la tinaja ya no había agua, la última taza la utilizó remojando la avena que mezcló en la paila. El río, las quebradas, los arroyos estaban secos. La gente que pudo se fue marchando, pero ella no tenía cómo largarse ni adónde ir.
Esperanza albergaba gritos en el pecho, silenciaba demasiados reproches en la punta de la lengua y sobre todo, no entendía los designios del Señor. La calmaban, pero no quería entender. Era demasiado misterio ese destino que les quitaba la lluvia y segaba la vida de las reses; demasiado castigo quebrándole la espalda y rellenándole las tripas de hambre. Ahora, además, le quitaba el marido.
Tenía preguntas pero la gente decía que no estaba bien preguntar. No se reclama, porque Dios sabe cómo hace las cosas. O como dijo el padre: “los caminos del Señor son inescrutables”.
—“Inescrutables” —repitió, para sí, Esperanza.
No comprendía del todo el significado de esa palabra, pero daba lo mismo porque nadie parecía interesado en explicarles la voluntad del Señor. Desde hace meses ella y sus hijos estaban fuera de su vista. Se quedaron solos.
Recorrió al patio y una brisa haragana apenas le rozó la cara. Las pocas hojas que quedaban en las ramas de los árboles no se movieron; la mayoría había caído, convirtiéndose en una alfombra donde las vacas agonizaban. La ropa tendida desde hacía dos semanas tampoco se movió. Posó la mirada sobre una blusa descosida y la sábana deslustrada por el uso. Ondeaban en la soga como banderas después de la guerra, pero hoy tampoco tendría fuerzas para descolgarlas. La sequía se había llevado sus ganas.
Miró los cubos de aluminio que se llenaron de polvo esperando la lluvia. Algunos se habían volteado. Eventualmente rodaban y hacían ruido cuando alguno de los niños se tropezaba al jugar.
Tres reses llegaron hasta el portal. Se quedaron mirándola, los ojos acuosos y entrecerrados pero fijos en su cuerpo. Si las vacas pudieran hablar, éstas seguro lo harían. Le lanzarían a Esperanza las mismas preguntas que ella quería hacerle al Señor. Ella también se habría quedado muda, porque no tenía respuestas. Morirán de sed. Las miró a los ojos y se sumergió en esa noche de pupilas, más negra aún que la noche misma.
—Ay, Tencio, ¿por qué me dejaste en este mundo?
La mujer miró a su alrededor y todo era sinónimo de sufrimiento. Esto era el infierno. El castigo eterno del que habló el cura en el último sermón que escuchó.
Las vacas continuaban allí. Como ella, tampoco tenían fuerzas para moverse. Hizo un amago por espantarlas con el trapo de cocina que guindaba de su mano más por costumbre que por utilidad, pero las reses no se movieron, diríase que se quedaron clavadas en el cemento del portal. Pasaron las horas y a sus huesos esculpidos a lo largo del costillar los iluminaría la luna.
Esperanza entró en la casa. Quería gritar y preguntar sin freno, pero los niños la miraban atentos. Replicaban las preguntas de las vacas en sus rostros y el mutis hacía eco en sus pequeños cuerpos. Ni para las vacas ni para ellos tenía respuestas. Esperanza no tenía respuestas ni para sí misma.
La mujer los miró como miran las madres, con el océano de cariño que se entrega aunque se tengan las manos vacías. Los abrazó, y de ese gesto protector brotó el último gramo de fuerzas que le quedaba. El más pequeño era idéntico a Tencio: el hombrecito de la casa, recién había dejado de gatear. Las niñas eran dóciles y se parecían a ella.
Los sentó en la cama y los vistió con la ropita de fiesta, la misma que usaban para ir a misa los domingos cuando atravesaban la loma en familia. Desde que Tencio murió no regresaron a la casa del Señor.
Sacó la paila del fogón que desde hace días se encontraba apagado y revolvió la avena. Distribuyó la materia reblandecida en partes iguales. Mientras colocaba las totumas sobre la mesa, a cada niña le dio un beso en la frente. Al más pequeño le hizo un biberón con agua de arroz y lo envolvió en su regazo. Sus pechos se habían secado como la tierra y no podía amamantarlo más.
Con el tiempo sus lágrimas también se secaron, en complicidad con el cielo. Por eso ya no lloraba en las noches, tan solo un pequeño susurro escapaba de sus labios y los estertores se multiplicaban por su espalda, como si estuviera riendo. Anita, la del medio, le había preguntado un día:
—¿De qué te ríes, mamá?
Ella no respondió, sólo enderezó la arruga entre sus ojos y levantó los labios como un vuelo de pajarito, un gesto soso, para no hacerle entender lo incomprensible que era su dolor. Si Esperanza hubiera conocido el significado de la palabra lo hubiera dicho: inescrutable.
Comieron del veneno. Comieron y se quedaron dormidos con las entrañas reventadas por el matarratas. A la mañana siguiente caería una pequeña llovizna que mojaría la tierra. Las vacas que resistieron la noche pudieron abrir sus fauces y sorber algunas gotas de esa humedad tardía, caída del cielo.
La puerta estaría abierta y los cubos se desbordarían de agua, pero no importaba, porque en la casa nadie volvería a tener sed.

 

 

***

 

LA GRACIA

—Eres una gracia. Eres la gracia de Dios —me decía mientras sorbía mi miedo con su mirada.
Antes de que acabara la misa yo ya empezaba a temblar. A veces cerraba los ojos y esperaba que se alargara, pero al contrario, cada día encontraba más corto el sermón. Ni las beatas revoloteando, ni las confesiones improvisadas robaban el tiempo que me pesaba. Porque yo no quería que se acabara la misa, sino que fuera infinita.
Recuerdo también el frío. Cada tarde, antes de que se acercara y me hablara de la gracia, mi cuerpo era un témpano de hielo que ansiaba que le salieran alas. Mi cuerpo, inmóvil y en silencio, ya tiritaba cuando se apagaban las luces. Me apetecía correr y esconderme donde no alumbrara el sol, ni las estrellas me alcanzaran con su brillo para que él no me encontrara.
Ayudaba a las hermanas a recoger el altar. Comíamos frugalmente en el comedor tras musitar la oración, luego el grupo se dispersaba hacia los aposentos para continuar rezando.
Pero yo no estaba segura en la alcoba. En realidad, en la alcoba era donde más peligraba. Allí, sus manos cobraban vida. Algo se apoderaba de ellas cuando la feligresía partía y yo me quedaba sola. Nadie lo sabía, pero una energía desconocida se posesionaba de sus dedos. Aún en la oscuridad podían orientarse: abandonaban el gesto adusto, sosegado, y se estremecían con fervor mientras se posaban sobre mi pecho. Cuando sus manos llegaban hasta mi cuerpo, sus dedos empezaban todos a temblar sobre él, a sumergirse en él hasta humedecerlo.
—Es tu culpa. Tienes la gracia. Ante esto, la carne es débil.
Es cierto, yo sentía que era mi culpa. Algo debía haber hecho o pensado para que me esto sucediera solo a mí. Yo era la gracia, me repetía. Pero mi mente tenía la maldad por dentro -esto él no lo sabía, nadie podía saberlo-: de haber podido matarlo, lo hubiera hecho. No sucedió porque sus manos eran más rápidas, mientras mi pensamiento se volvía lento y se estancaba como el agua que se detiene en la zanja, cuando la hojarasca la rebasa y le impide seguir.
Dejé de contar las noches y los días. Hiciera lo que hiciera y aunque no hiciera nada, él siempre llegaba. Era un ritual, puntual y cotidiano, a pesar de mis rezos. Una penitencia que nacía del pecado original hasta colonizar mi cuerpo.
Una noche le dije que me dolía la barriga. El vientre abultado impedía que me cerrara la ropa y desde entonces tenía que usar la túnica de la hermana Sofía. Cada día me sentía peor, especialmente en las mañanas. Me miró fijamente. Un fulgor amargo le recorrió el rostro. Sus ojos cayeron como pesas sobre mi vientre y la arruga de su mejilla izquierda se movió bruscamente, como si fuera a abrirse para expulsar el odio que le sembraron mis palabras. Hubo silencio. Luego la mitad de su boca dibujó una sonrisa, y me acarició la cabeza, casi como un padre.
No pude dormir en toda la noche. No pude cerrar los ojos, no pude pensar. La cena quedó íntegra en el lavabo. Yo estaba realmente asustada, no de no saber, sino de pensar que sabía, que podía saber lo que me pasaba. La noche siguiente tuve que preguntar, porque mi mente necesitaba confirmar mis miedos.
—Padre, ¿qué me sucede? Me duele todo el tiempo. ¿Será que…?
—Sshh… No digas nada. Es la gracia. Tienes la gracia del Señor allí dentro.
En ese momento me vino muy clara la imagen de una vida creciendo dentro de mí. Ya Alicia pasó por eso y devolvía la cena en las noches. Tuvo que abandonar la escuela y fue la vergüenza de todos.
Entonces supe lo que debía hacer.
Posiblemente pregunten por qué no le dije a nadie. Por eso, porque estaba segura de que nadie creería en mí. Él decía que si hablaba de ello los demonios saldrían y poblarían la casa. Que devorarían las almas de las hermanas. Luego se regarían por el pueblo y sería también mi culpa, porque la gracia estaba hecha para ser idolatrada. Yo debía estar complacida y debía callar. No podía renunciar a eso.
La misa terminó y tras la rutina me fui a la habitación. Demoró tanto que pensé que no vendría esta vez. Que mis palabras lo habían ahuyentado. El alivio no duró lo suficiente, porque después escuché pasos y me asusté. Pasó justo en el momento en que decidía que iba a contarlo a alguna hermana o escribirle a la tía Josefa. Antes no lo hice por temor. Aunque al final, el miedo a los demonios era menor que el miedo a los pasos del padre porque éstos eran reales. Aparecían tras la puerta y después de un movimiento de llave entraban raudos en la alcoba. Y luego se detenían. La sotana caía. Yo seguía quieta. Y todo empezaba de nuevo.
Por eso enciendo el mechero y camino hacia el patio. Tendré que darme prisa porque los perros empezarán a ladrar en cualquier momento. Están acostumbrados a llenar de ruidos la noche ante el menor atisbo de movimiento, ante cualquier sonido extraño. Él me había dicho que en las noches los demonios se metían en los perros y por eso no debía huir. En el caso de que lo hubiera pensado, huir era peligroso y debía tener miedo. Pero yo ya no tenía miedo. No de los perros.
El pozo lo conozco desde pequeña, cada resquicio, cada ladrillo rajado, cada centímetro de cemento. Conozco la hierba a su alrededor y conozco también la temperatura de la piedra. Me descalzo. Escalo. Antes de saltar miro al mundo que abandono. No quiero que lo que crece en mi vientre tenga lo mismo que yo, que las mismas manos le recorran los caminos que me recorrieron.
Aquí termina el miedo. El peso de la culpa y los demonios. Salto para que la gracia y yo nos quedemos dentro. A salvo de todo.

 

 

***

 

Y AHORA LES REGALO  UN CUENTO DE  MI PADRE:

ÑAGARE

Autor: Ornel Urriola Marcucci

La lluvia arreció sobre la ladera y el cielo se quebró entre relámpagos y truenos. La chola arrastró a su compañero hasta el corotú cercano que se empeñaba en lucha tenaz con la tormenta.
Regresaban de Remedios, donde Teresa había ido a buscar a su marido que venía enfermo, tras dos años de trabajo en las Fincas bananeras de Puerto Armuelles.
La jornada había sido larga y penosa, interrumpida a intervalos, para que Lorenzo recobrara las energías. La mujer lo miraba compasiva. Sabía que no duraría mucho tiempo así; lo sabía por experiencia. Había visto a su padre primero y después a sus dos hermanos, venir en igual estado que Lorenzo de allá de la Finca, ”de rociar con humo” las matas de guineo, y estos no habían durado siquiera una luna.
Llegados a la pata del árbol, la india le secó la frente bañada en sudor y lluvia. Buscó algo entre la chácara de viaje. La tormenta parecía amainar, para luego recrudecer con mayor violencia. El viento que bajaba de la cordillera, frío y cortante, provocó un acceso de tos en el hombre que se quiso incorporar y perderse en la noche. Tres pasos y cayó jadeante. La india con un pedazo de su enagua le secó la baba espesa y sanguinolenta que le corría por la barbilla, mientras le recriminaba con ternura.
Lorenzo se dejó llevar dócilmente. La tormenta se fue de fiesta a otros lugares con el viento. En el cielo, asomaron tímidamente su nariz de luz, algunas estrellas. La india sacó algunos bollos, un trozo de carne de zaino seca y una tula de chicha de maíz.
—¡Mi tiene sede! —balbuceó el indio.
Teresa le ofreció la tula con chicha fuerte.
El hombre bebió con fruición. Tal vez pensó que ese sería su último cántaro de mojoso.
La selva se encendió de insectos. Un prolongado silencio se hizo entre los dos. En la oscuridad los ojos de Lorenzo brillaron con fosforescencia extraña.
Todavía faltaban seis horas de camino. Teresa pensó que sería mejor esperar al alba para proseguir. Reclinó la cabeza del enfermo sobre la chácara, la cubrió con hojas de bijao y algunos trapos rotos que encontró en la bolsa. Luego, labró un tabaco, y se fue a sentar sobre un tronco cercano, para que el humo no molestara al marido.
La fatiga rindió a Lorenzo que ensayó algunos ronquidos, interrumpidos a menudo por accesos de tos. Teresa viendo esfumarse el tabaco convertido en humo, pensó que dentro de poco su Lorenzo se quedaría en la tierra y su espíritu, a lo mejor convertido en humo, se iría con el gran espíritu; así como su padre y sus hermanos y todos los que van a buscar la muerte allá en las Fincas de los pueblos. Le habría gustado saber, ¿por qué a los hombres de la Sierra les agrada ir a buscar la muerte ?
Teresa pensó que la muerte compraba a los hombres de su raza a cambio de los dientes de oro con que todos regresaban. Recordó que su padre había vuelto con esos dientes, también sus hermanos: con los mismos dientes, tosiendo y escupiendo sangre. Por eso cuando Lorenzo intentó sonreírle en el pueblo, tuvo la seguridad de que Lorenzo había hecho trato con la muerte de los pueblos. De pronto se incorporó sobresaltada y fue hasta el lecho del enfermo que respiraba con suma dificultad.
El indio miró a la mujer con lástima y agradecimiento. Luego, pausadamente y más para consigo mismo, que para con la mujer, dijo:
—Tu Lorenzo ta de viaje, Teresa… Mi no quiere seguire más para la Sierra … (hizo una pausa larga y prosiguió). Mi quiere comenzare viaje aquí mismo …
La india conmovida escuchaba cada palabra y sentía que se iba quedando cada vez más sola. Y, ya sin poderse contener, dijo:
—¡Lorenzo!… ¿por qué hacere eso?… ¿Tú no quiere tar más con la Teresa? (pausa) ¿Tuú pensare que ya yo no servire pa mujere tuya? ¿Ah, Lorenzo’? . . . . ¿Para qué tú querere buscare muerte pa costarte con ella?
La luna apuntó sonriente sobre la cordillera. Teresa estremeció el cuerpo del indio y lo llamó desesperadamente. La luna continúo ascendiendo. Teresa se incorporó lentamente, miró a la luna y moviendo la cabeza le dijo:
— ¡Lorenzo Ñagare!

 

 

 

 

Nota:

 Ñagare significa “no” en el idioma originario ngäbe. El cuento se desarrolla en la Provincia de Chiriquí, donde también hay una comarca de este pueblo originario.

 

Este cuento fue publicado en julio de 1961 en la Revista Lotería II Época, n.º 68 (33-34)